En la película Cuenta conmigo (Stand By Me, 1986) de Rob Reiner, basada en un relato de Stephen King, el protagonista adulto escribe en su computadora acerca de un incidente de su infancia. Al terminar la historia y volver al presente cierra su texto escribiendo: “Nunca volví a tener amigos como los que tuve a los doce años. ¿Pero alguien los tiene?”. Yo solía pensar que esa frase era indiscutible, implacable y absolutamente cierta. Hasta que empecé a correr. Cuando empecé a correr descubrí amigos como los que tenía a los doce años. Amigos de aventuras, amigos de desafíos, de carreras, de ver quién llega primero a la esquina o quién aguanta más una subida. Amigos de hablar horas sobre temas que al mundo parecen no importarle. Amigos de usar las zapatillas hasta gastarlas y nunca usar zapatos. Amigos de complicidades, de afecto enorme, de solidaridad. Amigos de compartir y comprender el dolor y también las alegrías. Amigos de subir montañas, amigos de viajar juntos a todos lados, amigos de correr bajo la lluvia o terminar los entrenamientos y las carreras embarrados. Amigos de picnics en El Rosedal o de mates al sol. Amigos con proyectos disparatados, con planes insólitos, con ideas que la mayoría de los adultos considerarían infantiles. Amigos de un abrazo al final de una carrera. Amigos de no querer volver a casa hasta que se haga bien tarde. Amigos que uno extraña cuando no los ve, aunque los vea más seguido que a nadie. Amigos que entienden, que saben, y que a partir del running se han vuelto para siempre hermanos. Sí: Yo tengo amigos como los que tenía a los doce años. Más el agregado de saber que no es fácil para los adultos tener esa clase de amigos. Por eso los quiero y los valoro el doble.
(Fragmento del libro Correr para vivir, vivir para correr, de Santiago García, editorial Debate, Buenos Aires, 2013)